miércoles, 19 de septiembre de 2007

ALGUNAS CUESTIONES EN TORNO AL PROBLEMA DEL MAL

ALGUNAS CUESTIONES EN TORNO AL PROBLEMA DEL MAL

por Ricardo M. Etchegaray

1.- EL CONCEPTO DEL MAL

1. a. El mal como negación y como diferencia

Han sido los pensadores del «idealismo alemán», los que han desarrollado de una manera más acabada lo que podríamos llamar una «metafísica del mal». Schelling ha dedicado a esta problemática una obra decisiva: «Sobre la esencia de la libertad humana» ([1]), cuyo texto fue trabajado por M. Heidegger, en un semina­rio durante 1941 ([2]). Hegel planteó el problema del mal ya en el capítu­lo de la Fenomenolo­gía del Espíritu titulado La religión, cuyo aparta­do C se ocupa de la religión mani­fiesta, es decir, del cristianismo. Allí, luego del tema de la Trinidad o del Espíritu dentro de sí mismo, desarro­lla el momento de la enaje­nación del Espíritu o el reino del Hijo ([3]). El concepto no es mera­men­te pensamiento abstracto, sino que "es más bien lo negati­vo y, así, lo contra­pues­to a sí mismo o lo otro". Lo otro es el mundo, «la creación» de la repre­senta­ción cristiana (que incluye al hombre, o más bien, a un protohombre). Lo que plásticamente se representó en el libro del Génesis como la vida en el paraíso, se corresponde con esta conciencia inocente, que no ha podido separar­se todavía de la naturaleza y, por ello, aún se encuentra atada al "jardín de los animales".

"En el comienzo (siempre según el relato bíblico), sólo existía la unifor­midad, la identidad consigo mismo de todo lo creado por Dios. Ahora bien, seamos sinceros: ¿no habrá mordido Adán el fruto prohibido porque ya estaba harto de la quietud del Paraíso? ¿Existe acaso un lugar más horrible que aquel en el que nunca ocurre nada? ¿No es un poco -o bastante- aburrida la absoluta inocencia? Si no hubieran pecado, ¿qué habrían sabido de sí mismos Adán y Eva? ¿Pecaron, entonces? ¿O acaso tuvieron la grandiosa e inaugural intuición de dar comienzo a la historia humana?" ([4]). Esta «reflexión sobre el mal», nos plan­tea: por un lado, que la negatividad del mal es condición necesa­ria para superar la quie­tud; es decir, es condición del movimiento; y por otro lado, nos abre la posibilidad de una lectura estética del problema («¿existe acaso un lugar más horrible...?»).

"Puesto que este ir dentro de sí de la conciencia que es allí [lo cual supone un tomar distancia de lo natural e instintivo] se determina de modo inmediato como el devenir desigual a sí mismo [en tanto que ya no es meramente inmediato o natural, sino que implica una separación, una desidentificación, una diferenciación], el mal se manifiesta como el primer ser allí de la con­ciencia que ha ido dentro de sí [toda conciencia en tanto que supone esta separación de lo natural, en tanto que «es-conciencia», es ella misma una manifestación del mal, de la separación, de la diferencia, de lo negativo (a). «El mal consiste en el ir dentro de sí de la autoconciencia» ([5])]; y, como los pensa­mientos del bien y el mal son sencillamente contrapuestos y esta contrapo­sición no ha sido resuelta aún, entonces, esta conciencia sólo es, esencialmen­te, el mal [por el conocimiento, por la conciencia, el protohombre se separa del resto del mundo viviente, y en tanto que separado, se identifica con el mal]. Pero, al mismo tiempo, y en gracia precisamente a esta contraposición, se da también en contra de ella la conciencia buena y su mutua relación [la represen­tación cristiana ha graficado esta contraposición de las conciencias buena y mala mediante la lucha de los demonios (o ángeles malos) y los ángeles, y también en la contraposición de las figuras de Caín (conciencia mala) y su hermano Abel (conciencia buena)]" ([6]).

Pero Hegel exige que se piense el bien y el mal en Dios mismo. La repre­sentación no ha tenido tan serios problemas para pensar la bondad de Dios (la voluntaria humillación de la encarnación), como para pensar su maldad ("acae­cer extraño a la esencia divina"), la que a lo sumo fue representada "como su cóle­ra". La muerte del Hijo encarnado representa el movimiento de la doble nega­ción, por el cual la diferencia es restablecida en la unidad: reconcilia­ción y redención. El mal es concebido por Hegel, como una diferencia que se fija, y por tanto, como la detención del movimiento, del devenir, de la evolu­ción, del crecimien­to. Podríamos decir, en términos abstractos (que traicionan la natura­leza del concepto), que al concebir lo real como evolución y crecimien­to, Hegel determi­na al mal como un momento necesario del proceso de desarrollo de la Idea, "y acaba por ser reabsorbido en el movimiento de retorno" ([7]).

La ortodoxia cristiana no ha dejado de plantear dos objeciones a la concepción hegeliana: la primera, es que el mal no puede ser atribuido a Dios, puesto que es suma bondad y suma perfección; la segunda, es que el movimiento de la encarnación y la redención no puede ser necesario, puesto que Dios es libre y no está atado a necesidad alguna.

La respuesta a la primera objeción consiste en mostrar que la «representación» es incapaz de concebir la verdadera perfección, que no consis­te en excluir lo negativo, sino en incluirlo y superarlo. De manera, que lo realmente imperfecto es la imagen abstracta que la «representación» se hace de Dios. Además la misma representación ha llegado a intuir esta negatividad inherente a la divinidad, cuando la caracteriza como colérica, vengativa, o celosa (b).

La respuesta a la segunda objeción muestra que libertad y necesidad coinciden en lo Absoluto. La esencia divina no puede devenir real sino negándo­se y encarnándose. El movimiento de encarnación y de retorno a sí es el proceso mismo de devenir real y de llegar a ser lo que es en esencia o en sí. Pero realizar lo que es en sí es llegar a ser libre. De modo que necesidad y liber­tad coinciden (c).

Si todo proceso de crecimiento supone una destrucción, una negación; y si la vida es esencialmente crecimiento, entonces, la negación es un momento necesario, y sólo puede ser considerado como «malo», cuando no es una mediación hacia lo mejor, hacia lo más desarrollado y perfecto. Por eso, bien dice Valls Plana, que el mal "acaba por ser reabsorbido" en el proceso. Es decir, que el mal es un momento, que se disuelve en ilusión, a través del desarrollo de lo Absoluto.

Hegel retoma la perspectiva de las teodiceas clásicas: el mal es un momento necesario para la realización de lo mejor, de lo bueno. Pero el bien no puede considerarse como un ser simple frente al mal, sino que hay que pensarlo como la superación del mal. La óptica hegeliana es decididamente teleológica: la historia es contemplada desde la reconciliación. Más aún, la evolución en su conjunto es considerada desde la globalidad del proceso de redención. El sentido de todo lo-que-es se explicita y realiza finalmente (d).

1. b. «La masa entera del mal concreto»

Veamos cómo es abordado el tema en las lecciones sobre filosofía de la historia universal:

«Tiene que haber llegado, en fin, necesariamente el tiempo de concebir también esta rica producción de la razón creadora, que se llama historia universal. Nuestro conocimiento aspira a lograr la evidencia de que los fines de la eterna sabiduría se han cumplido en el terreno del espíritu, real y activo en el mundo, lo mismo que en el terreno de la naturaleza. Nuestra consideración es, por tanto, una Teodicea, una justificación de Dios, como la que Leibniz intentó metafísicamente, a su modo, en categorías aún abstractas e indeterminadas: se propuso concebir el mal existente en el mundo, incluyendo el mal moral, y reconciliar al espíritu pensante con lo negativo. Y es en la historia universal donde la masa entera del mal concreto aparece ante nuestros ojos.

Esta reconciliación sólo puede ser alcanzada mediante el conocimiento de lo afirmativo -en el cual lo negativo desaparece como algo subordinado y superado-, mediante la conciencia de lo que es en verdad el fin último del mundo; y también de que este fin está realizado en el mundo y de que el mal moral no ha prevalecido en la misma medida que ese fin último. La justificación se propone hacer concebible el mal, frente al poder absoluto de la razón. Se trata de la categoría de lo negativo, de que se habló anteriormente, y que nos hace ver cómo en la historia universal lo más noble y más hermoso es sacrifica­do en su altar. Lo negativo es rechazado por la razón, que quiere más bien en su lugar un fin afirmativo. La razón no puede contentarse con que algunos individuos hayan sido menoscabados; los fines particulares se pierden en lo universal. La razón ve, en lo que nace y perece, la obra que ha brotado del trabajo universal del género humano, una obra que existe realmente en el mundo al que nosotros pertenecemos. El mundo fenoménico ha tomado la forma de una realidad, sin nuestra cooperación; sólo la conciencia, la conciencia pensante, es necesaria para comprenderlo. Pues lo afirmativo no existe meramente en el goce del sentimiento, de la fantasía, sino que es algo que pertenece a la realidad, y que nos pertenece, o a que nosotros pertenecemos»[8].

Hegel se propone explícitamente, perfeccionar la teodicea leibniziana; esto es, conducirla al nivel de lo concreto. ¿Por qué la formulación de Leibniz es abstracta? Porque no desarrolla sino argumentaciones, razonamientos; que no tienen en cuenta la historia universal «donde la masa entera del mal concreto aparece ante nuestros ojos». Una teodicea concreta, debe poder explicar el mal concreto, histórico. Una teodicea concreta, debe poder dar cuenta de lo negati­vo.

¿Qué es lo que, desde una perspectiva igualmente abstracta, se opone al mal y a lo negativo? Es el bien, lo afirmativo. Pero bien y mal, afirmativo y negativo, no son meros conceptos opuestos, que un tercero (el entendimiento) pone en relación exteriormente. Lo afirmativo es un poder real, activo, opera­tivo, superador. Este poder real es el fin último de la historia, que no es otro que la Razón. Es cierto que lo negativo también es operativo y eficaz. Es cierto que el mal obra, haciendo del mundo un sinsentido. Pero el sentido termina por imponerse siempre.

Se ha acusado a Hegel de suponer una convicción incomprobable. Indudable­mente, tal convicción está presente en su planteo, y él mismo la reclama de sus oyentes. Sin embargo, la filosofía da cuenta de sus propios supuestos, en conceptos.

También se ha visto en el desarrollo hegeliano la expresión concep­tual de la fe, una teología enmascarada. Creemos que Hegel no objetaría la primera formu­lación; de tal manera, que podría concebirse su filosofía de la historia como una funda­mentación de la fe del justo sufriente. En este sentido, es una doble superación del Libro de Job: por un lado, no toma solamente un ejemplo singular (la vida del justo Job), sino todos los ejemplos de hombres justos que han vivido en la historia («la masa del mal»); por otro lado, no solamente expresa plásticamente la experien­cia de fe del autor, sino que intenta una fundamentación conceptual de lo real («concebir»).

1. c. Algunas objeciones

Ciertamente, que la perspectiva teleológica es objetable: se cuestiona la falta de verificación «objetiva» de esta hipótesis. Pero Hegel apela aquí a sus investigaciones históricas: el curso de la historia universal es una prueba suficiente de la teleología de su evolución. Y para los que argumentan que allí sólo hay una interpretación discutible de los datos empíri­cos, se los invita a encontrar una fundamentación lógico-ontológica en La ciencia de la lógica ([9]). Por otro lado, se argumenta que el mal es «insuperable» y que su realidad niega todo sentido. Aquello que desde el punto de vista de lo absoluto podría ser considerado como una compensación (se compensa el mal sufrido con una perfec­ción mayor, con la realización del bien), es recusable desde el punto de vista del individuo que lo padece y aún desde el punto de vista de un tercero no-interesado o im-parcial. "Si consentimos en ver sacrificadas las individualida­des, sus fines y su satisfac­ción; si admitimos que la felicidad de los indivi­duos sea entrega­da al imperio del poder natural, y por lo tanto, de la casualidad, a que pertenece; si nos avenimos a considerar los individuos bajo la categoría de medios, hay sin embargo en ellos un aspecto que vacilamos en contemplar solo desde este punto de vista, porque no es en absoluto un aspecto subordinado, sino algo en sí mismo eterno y divino. Es la moralidad y religiosidad." Esta dimensión de lo eterno en el hombre es irreductible e insuperable. Desde este punto de vista, no puede ser mediada: el singular no puede ser considerado como medio, puesto que "el hombre es fin en sí mismo, por lo divino que hay en él; lo es por eso que hemos llamado desde el principio la razón y, por cuanto esta es activa en sí y determinante de sí misma, la libertad" ([10]). Este es el rever­so de la Encarnación, por la cual Dios se hace hombre, deviene humano. Así como Dios es hombre, el hombre es Dios, es Espíritu. El hombre deviene divino porque es razón y porque la razón es autodeterminación; es decir, libertad.

Ni la razón ni la libertad son meras capacidades o facultades. En tanto son propiamente espirituales, su ser es la actividad. Siempre deben llegar a realizar lo que son en sí, pues no son algo dado e inmediato. Inmediatamente, el hombre es la capacidad para el bien, ...y para el mal. Y como el individuo solo toma las decisiones y se determina a sí mismo, es también responsable de las decisiones que toma y de las acciones que lleva a cabo ([11]).

"El sello del alto destino absoluto del hombre es que sabe lo que es bueno y malo, que es suya la voluntad del bien o del mal; en una palabra: que puede tener culpa no solo del mal, sino también del bien, culpa no por esto, ni tampoco por aquello, ni por todo lo que él es y es en él, sino culpa por el bien y el mal inherente a su libertad individual. Sólo el animal es verdadera­mente, en absoluto, inocente" ([12]). No hay que perder de vista esta dimensión «absoluta» del hombre, inherente a su naturaleza moral; pero no hay que olvi­dar, que la moral es esencialmente individual. Moralmente, mi reclamo es absoluto, y no puede ser mediatizado. Análogamente, mi responsabilidad respecto a mi voluntad, también lo es. No es que sea culpable por algún hecho particu­lar (puesto que hay males que no he provocado), ni por todos los hechos (puesto que no he sido el origen de todo mal), ni por mi naturaleza (puesto que no soy la causa de mi existencia), ni por lo que mi naturaleza posibilita (puesto que he sido origen de males de los que no soy responsable). La culpa y la responsa­bilidad moral se limitan al bien y al mal inherentes a mi libertad individual.

Culpa no tiene una connotación meramente negativa, y como consecuencia, soy culpable del bien que hago, soy culpable de mi virtud, de mi perfección moral. Nietzsche asimila la culpa a la deuda, que tiene como condición de posibilidad un animal capaz de prometer; y la opone a la virtud que se prodi­ga, que da, que hace regalos. Hegel concibe la culpa como respuesta (responsa­bilidad) al bien o al mal que hago. Por eso, en rigor, la inocencia es imposi­ble para el hombre. La culpa es la determinación que separa al hombre del animal, a la naturaleza del espíritu.

Insistamos una vez más: la moralidad pertenece al ámbito individual, y es instancia última para el individuo en tanto que individuo. ¿Qué ocurre en la dimensión objetiva, histórica? Aquí es necesario pensar otras instancias, otros criterios, pues lógicamente, los fines individuales deben estar subordinados a los fines generales. "Mas para considerar el destino que la virtud, la morali­dad y la religiosidad tienen en la historia, no necesitamos caer en la letanía de las quejas (e) de que a los buenos y piadosos les va frecuen­temente o casi siempre mal en el mundo y en cambio a los malos y perversos les va bien. Por ir bien suelen entenderse muchas cosas, entre ellas la riqueza, el honor externo y otras semejantes. Pero cuando se habla de lo que es un fin que es en sí y para sí, no puede hacerse de semejante bienandanza o malandanza de estos o aquellos indivi­duos, un factor del orden racional universal. Con más razón que la mera dicha y circunstancias dichosas de los individuos exígese del fin universal que los fines buenos, morales y justos hallen bajo él y en él su cumplimiento y seguri­dad. Lo que hace a los hombres moralmente descontentos -descontento de que se envanecen- es que se refieren a fines más generales por su contenido, y los tienen por lo justo y lo bueno, especialmente hoy en día los ideales de insti­tuciones políticas; y el gusto de inventar ideales, dándose con ello alta satisfacción, no encuentra que el presente corresponda a sus pensamientos, principios y axiomas. Los hombres oponen a la existencia la noción de lo que debe ser, de lo que es justo en la cosa. Lo que demanda aquí satisfacción no es el interés particular, ni la pasión, sino la razón, el derecho, la libertad. Y, armada de este título, esta exigencia alza la cabeza y no sólo se siente fácilmente descontenta del estado y los acontecimientos del mundo, sino que se subleva contra ellos" ([13])(f).

En primer lugar, hay que diferenciar el orden de la moralidad del orden «racional universal». ¿Cómo? ¿No es la moralidad racional y universal? Lo es para los individuos. No lo es por lo menos en dos sentidos: (a) al tratarse de fines individuales y particulares, se los contrapone a las fines generales y univer­sales ([14]); (b) al tratarse de fines válidos para un pueblo particular, tienen un límite espacial y temporal, y se los contrapone a los fines del Espíritu Universal ([15]).

¿Significa esto que no hay hechos inmorales que lo sean siempre y en todas épocas y lugares? ¿No hay un mal que aniquila toda perspectiva cultural o relativista, aquello que podríamos llamar lo «intolerable» ([16]), como la tortura de un inocente o de un niño? ¿No hay un «Mal en estado puro», como el encarnado en el asesino que arroja a la anciana paralítica por las escaleras ([17]).

Un tal ejemplo pareciera que no podría dejar de conmovernos y avergon­zarnos en cualquier época o lugar; pero, al mismo tiempo, ¿no es aquello, acaso, lo que ahora llamamos «educación»? ¿No es nuestro sistema educativo un sinies­tro aparato de tortura, al que hemos perdido toda repulsión moral?

Creo, que Hegel sostendría que no hay hechos inmorales ahistóricamente conside­rados. Sólo es concebible una universalidad moral a partir de universa­lización del Espíritu: desde la modernidad.

En segundo lugar, hay que diferenciar la universalidad abstracta del «deber ser» de la realidad concreta que es. El «es» no hace referencia a lo meramente fáctico o dado, que son tan abstractos como el mero deber ser. La realización concreta de la razón supone un proceso evolutivo, el desarrollo de mediaciones. La historia consiste en la construcción de esas mediaciones. Por ejemplo, el cristianismo ha expresado la naturaleza igualitaria de todos los hombres entre sí (puesto que la salvación es universal); pero la realización de las mediaciones históricas que efectivizaron aquella igualdad abstracta deman­daron ¡diecinueve siglos!

Los individuos no pueden simple y alegremente formular sus «pensamientos, principios y axiomas», sin hacerse cargo de las mediaciones. Los individuos no están fuera de la historia y sus exigencias morales deben historizarse, devenir existentes. Pero, precisamente porque no están fuera de la historia, su acción debe consistir en construir las mediaciones históricas que posibiliten la realización de tales «pensamientos, principios y axiomas» ([18]).

Finalmente, en tercer lugar, estos «pensamientos, principios y axiomas» que los individuos contraponen a lo existente, en tanto que expresan «la noción de lo que es justo en la cosa», tienen un derecho infinito al reclamo y a la satisfacción. Otro problema es qué es lo justo en la cosa y cómo se determina.

1. d. La «justificación» del mal

La moralidad de los individuos se determina en la conformidad con el espíritu de su pueblo. A partir del deber civil, de las leyes, de las costum­bres tienen su función asignada. En este sentido, "todo individuo es hijo de su pueblo, en un estado determinado del desarrollo de ese pueblo" ([19]). Es esto lo que el estructuralismo ha redescubierto casi un siglo y medio después de Hegel. Pero donde los estructuralistas han tenido más dificultades, ha sido al tratar de pensar el tránsito de una época a otra, de un sistema a otro. Hegel lo había concebido como una superación dialéctica: "Un conjunto moral, por cuanto es algo limitado, tiene otra universalidad superior, sobre sí. Este algo superior es el que quebranta al inferior. El tránsito de una forma espiritual a la otra consiste precisamente en que la forma universal antecedente queda anulada, como algo particular, por el pensamiento. La forma superior, poste­rior, es el género próximo de la anterior especie, por así decirlo, y existe interiormente, pero todavía no se ha hecho válida; esto es lo que hace vacilar y quebranta la realidad existente" [...] "Los grandes individuos en la historia universal son... los que realizan el fin conforme al concepto superior del espíri­tu. [...] Su justificación no está en el estado existente, sino que otra es la fuente de donde la toman. Tómanla del espíritu, del espíritu oculto, que llama a la puerta del presente, del espíritu todavía subterráneo, que no ha llegado aún a la existencia actual y quiere surgir, del espíritu para quien el mundo presente es una cáscara, que encierra distinto meollo del que le corres­ponde" ([20]).

Aquello que es injustificable desde las leyes y la moralidad vigentes, encuen­tra una instancia superior en la historia. Es una absolución histórica, teleológica (aunque no moral). Por eso, son fácilmente vulnerables a la censura moral. Pero si los grandes individuos en la historia hubiesen seguido los consejos de censores morales, no habrían llegado a ser grandes ni habría habido superación alguna. Por eso, su conducta es «entendible». Es la historia la que los justifica, no la moral. "Estos individuos históricos, atentos a los grandes intereses, han tratado sin duda ligera, frívola, atropelladamente y sin consi­deración otros intereses y derechos sagrados, que son, por sí mismos, dignos de consideración. Su conducta está expuesta por ello a la censura moral. Una gran figura que camina, aplasta muchas flores inocentes, destruye por fuerza muchas cosas, a su paso" ([21]).

Se abre aquí una escisión insuperable desde el punto de vista moral: la construcción de una instancia superior, supone la destrucción de los estadios previos (al menos parcialmente, aunque en definitiva es siempre total). No es justificable, desde el punto de vista moral, «aplastar muchas flores inocen­tes». Infligir un sufrimiento a un inocente, ¿cómo podría justificar­se? De ningún modo, y Hegel coincide con esta postura. Sin embargo, el hecho debe ser

visto desde otros puntos de vista: desde el punto de vista jurídico (ya que pronto los pueblos en su histo­ria civilizatoria, han com­prendido que los dioses re­querían de su participación en la admi­nistración de la justicia cotidiana), pero también desde el punto de vista histórico (puesto que los procesos evolu­tivos nos muestran que la construcción de órdenes superiores, requiere la anulación o la subordinación de los infe­riores, y que ello difícilmente se logra sin dolor).

Hegel conoce las argumentaciones de los intelectuales iluministas (en alto porcentaje abogados) que buscan frenar la arbitrariedad de los monarcas absolutos y de los aristócratas en la administración de la justicia. Allí también se llega a una situación insuperable: un crimen (un asesinato, por ejemplo), causa un daño irreparable a la víctima, que es la única que tiene derecho a exigir reparación, y es la única que puede condonarla; aún cuando «el magistrado que tiene en sus manos el derecho común de castigar, puede muchas veces, cuando el bien público no reclama la ejecución de la ley, perdonar por su propia autoridad el castigo de las infracciones del delincuente» ([22]). El derecho abre posibilidades de superación del problema, a partir del perdón. Por un lado, la potestad de la autoridad pública de perdonar «el castigo». Por otro lado, el poder indelegable de las víctimas de condonar o exigir reparación.

agregar: notas sobre el concepto de justicia: evolución del concepto de «dike» según Jaeger; la justicia en el Ant. Testamento [p.ej. en los «jueces»], y la justicia moderna. Justicia a los indiv. = ver LsFdlHU p.77 #2. ver p.78 #2.---Ø el mundo real es tal como debe ser. Mundo real = Idea =/= realidad aparente. La filosofía remedia la injusticia aparente y la reconcilia con lo racional. +p.79 fin/80 ...enorme sacrificio? = desde el punto de vista moral no hay compensación posible para el mal.

Explicitar el concepto de «reconciliación», donde no se trata de una mera reparación abstracta [= volver al estado anterior a la producción del mal], sino de una posibilidad enteramente espiritual: el lenguaje del perdón.

Surge en este lugar una objeción: "Aquí se pone en evidencia la problemá­tica de todo idealismo, incluido el de Hegel, cuyo pensamiento idealista enuncia que toda realidad se identifica con el Espíritu Absoluto, que «la Naturale­za y la Historia sólo son instrumen­tos de su revelación y vasos de su honor» (*). Vemos «derramarse al Espíritu en la Historia en inagotable multitud de aspectos, que en él gozan y se satisfacen [...] En ese gozo de su actividad sólo tiene que habérselas consi­go mismo» (**). Este pensamiento lleva en sí no sólo algo de problemático, sino también algo de terrible. Pues así es como la muerte real de los hombres individuales, que sólo acaece una vez, pasa a ocupar un lugar dentro del sistema, de tal manera que, ante la esencialidad espiritual supervi­viente, ante el Espíritu Absolu­to y también ante la conciencia trascen­dental, aparece como una mera ilusión o, al menos, encuentra una justificación. Pero la `teoría no puede en absoluto «dar sentido» a la muerte; más bien es en este punto donde se hace patente la impotencia de toda metafí­sica «donante de sentido» y de toda Teodi­cea. [...] Es un hecho que la historia ha realizado una sociedad mejor a partir de otra menos buena y también lo es que, en su trans­curso, puede realizar otra todavía mejor; pero también es un hecho que el camino de la historia pasa por el sufrimiento y la miseria de los in­divi­duos. Entre estos dos hechos se dan toda una serie de relaciones expli­cativas, pero ningún sentido justificador. [..] En todo caso, lo válido para la filoso­fía de la his­toria es que la expli­cación del cur­so de la Historia hasta el momento presente --explicación que, en gran parte, está todavía por dar--, es algo distinto de la imposible justi­fica­ción de dicho curso" (g).

Se plantea el problema de la distinción entre "explicación" y "justifi­cación", que Horkheimer usa correspondiendo el orden lógico y moral, respecti­vamente. En cambio, Hegel los usaría sólo desde el punto de vista lógico-especulativo. La filosofía no tiene otro contenido que la religión, pero al transfor­mar ese contenido en saber conceptual «en la fe (ya) no hay nada «justificado»" ([23]). Para Hegel sólo la filo­sofía en tanto que saber concep­tual tiene el poder de justificar, de fundamentar (h).

Es interesante, en este sentido, la observación que hace Habermas ([24]) en relación a la primera obra de Nietzsche, de que una teodicea sólo es justi­ficable como fenómeno estético.

Habría que distinguir entre la "forma" de la acción (su intención) y su conte­nido (sus efectos o resultados). Hegel diría que si juzgamos las ac­ciones históricas desde su aspecto formal, las acciones malas son con­denables absolu­tamente; pero si juz­gamos de acuerdo a sus resulta­dos, muchas veces, las acciones malas han dado resultados buenos (en este mis­mo sentido la representa­ción reli­giosa ha sostenido que Dios se vale también de los malos para realizar su plan de salvación.

Finalmente, oigamos la argumentación de Jean Hyppolite: "La histo­ria es el lugar del paso del espíritu objetivo temporal al espíritu absoluto y al Logos. La historia es la aparición de la libertad, es decir, de este concep­to por el cual el hombre accede al sentido eterno. Pero este sentido no es otro mundo detrás de la historia. El Logos está ahí; se comprende a sí mismo y también comprende a esta naturaleza y a esta historia. Esta comprensión de sí no es un proyecto comparable a un proyecto humano. La lógica hegeliana supera toda visión moral y humana del mundo. El ser se funda en sí mismo: él es porque es posible, pero es posible porque es. La negatividad real de la historia está ahí y se comprende en el Logos como negatividad del ser. No se trata de justi­ficar al ser, porque toda justificación es justificación de sentido y la cuestión del Sentido y del Ser es la del Logos mismo. La historia produce al Logos, al saber de sí de lo Absoluto, como se produce un efecto según un proyecto concebido de antemano. La filosofía no es una meta consciente. El hombre existe porque es filósofo" ([25]).

2.- EL MAL COMO CONTRAPOSICIóN A LA VERDAD OBJETIVA DE LA CIENCIA

En el año 1970, se publicó en Francia el libro de Jacques Monod «El azar y la necesidad», cuya temática es sugerida por el subtítulo «Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moder­na». Nos interesa aquí replantear el problema ético, que se desa­rrolla en el último capítulo, sugestivamente titula­do «El Reino y las tinieblas».

Los estudios biogenéticos indican que se abrió una nueva evolución cuando el «Australopitecus» o «Australántropo» llegó a comunicar el contenido de "una experiencia subjetiva, de una «simulación» personal": se hizo posible la cultura y el reino de las ideas. Se transformaron así, las condiciones de la selección natural; primeramente, en relación a las fuerzas naturales, cuyo dominio se potenciaba al ser posible anticipar acontecimientos vinculados a la supervivencia inmediata; luego, en relación a las guerras entre razas y grupos, "que ha jugado evidentemente un papel importante como factor de evolución" ([26]). Al ser el compor­tamiento el que orienta también en el hombre la presión de selec­ción y al dejar de ser aquel principalmente automático (como en el resto de las especies animales), para hacerse cultural, son los rasgos de esta última los que ejercen presión sobre la evolución de genoma.

"Esto, sin embargo, hasta el momento en que la rapidez cre­ciente de la evolución cultural hace que ésta se disocie completa­mente de la del genoma" ([27]). Aparece así el peligro de degrada­ción genética en las sociedades moder­nas: por un lado, las esta­dísticas revelan la relación negativa entre el cocien­te de inteli­gencia y el número de hijos; por otro lado, la ética social huma­nista acrecienta la supervivencia de los enfermizos genéticos (que hasta hace pocos siglos estaban condenados a no alcanzar la puber­tad). Ambas tenden­cias estadísticas indican una creciente prepon­derancia de los menos aptos.

Hay sin embargo, una amenaza más grave y apremiante, "un mal mucho más profundo y grave, un mal del alma" ([28]), que han sido abiertos por la separa­ción de los valores y de la verdad al cons­tituirse la ciencia moderna.

La ciencia tiene una naturaleza objetiva, consistente en que "la verdad del conocimiento no puede tener otra fuente que la confrontación sistemática de la lógica y de la experiencia" ([29]). Tal naturaleza constriñe al hombre a una revisión desgarradora de la concepción que tenía de sí mismo y de su relación con el uni­verso, a la que Monod llama «animismo» ([30]) (i).

La ruptura con el animismo provocada por la ciencia exaspera la angustia innata, ¿cómo ha podido ser, entonces, aceptada? Monod sostiene que el postula­do científico de que el "conocimiento objetivo es la única fuente de la verdad auténtica" no ha sido aceptado aún; y que si se ha impuesto la ciencia, es en virtud de "su prodigioso poder de performance" ([31]). Pero estamos lejos de haber aceptado su profundo mensaje: la definición de una nueva y única fuente de verdad, la exigencia de una revisión total de los fundamentos de la ética, de una radical revisión de la tradición animista, cuyos valores perduran. El resultado es la oposición actual entre el conocimiento científico (verdad) y la valoración animista del sentido de la vida.

Es necesario determinar en qué consiste el mal: "todos estos sistemas enraizados en el animismo están fuera del conocimiento objetivo, fuera de la verdad, extraños y en definitiva hostiles a la ciencia, que quieren utilizar, mas no respetar y servir. El divorcio es tan grande, la mentira tan flagrante, que asedia y desgarra la conciencia de todo hombre provisto de alguna cultura, dotado de alguna inteligencia y habitado por esta ansiedad moral que es la fuente de toda creación." "El mal del alma moderna es esta mentira, en la raíz del ser moral y social" ([32]).

Esta mentira (el mal) se sostiene en el miedo al sacrilegio: atentar contra los valores. "Miedo enteramente justificado. Es muy cierto que la ciencia atenta contra los valores. No directamente, ya que no es juez y debe ignorar­los; pero ella arruina todas las ontogenias míticas o filosóficas sobre las que la tradición ani­mista, de los aborígenes australianos a los mate­rialis­tas dia­lécticos, hace reposar los valores, la moral, los deberes, los derechos, las prohibiciones" ([33]).

Si la ciencia ha despertado al hombre de su sueño mile­na­rio para descu­brir "su soledad total, su radical foraneidad", si sabemos ahora que el Univer­so es indiferente a nuestras esperan­zas, a nuestros sufri­mientos y a nuestros críme­nes; entonces, ¿quién define el bien y el mal? Todos los sistemas tradi­cio­nales («animistas») colocan la fundamentación de los valores en un plano de trascen­dencia respecto del hombre: en las leyes inmanen­tes del kosmos, en la sabiduría salvadora de Dios, en la teleología de la historia, etc.. Si sabemos ahora, que todo valor procede de una valoración, de la volun­tad del hombre, "¿es preciso admitir defi­nitivamente que la verdad objetiva y la teoría de los valores constituyen para siempre terrenos opuestos, impenetrables uno por el otro?" ([34]). Monod cree que esto es erróneo por dos razones: 1°) "porque los valores y el conocimiento están siempre y necesa­riamente asociados tanto en la acción como en el discurso". La acción supone una elección de ciertos valores, y el conocimiento es el supuesto de toda acción. 2°) "porque la definición misma del conocimiento «verdadero» se basa, en último término, en un postu­lado de orden ético" ([35]).

"Desde el momento en que se propone el postulado de objetivi­dad, como condición necesaria de toda verdad en el conocimiento, una distinción radical, indispensable en la búsqueda de la verdad, es establecida entre el dominio de la ética y el del conocimiento. El conocimiento en sí mismo es exclusivo de todo juicio de valor (en tanto que «de valor epistemológico») mientras que la ética, por esencia no objetiva, está por siempre excluida del campo de conoci­miento" ([36]). La ciencia occidental ha creado esta «distinción radical» y la propone como un axioma de orden ético. La prohibición de confu­sión entre los dos tipos de juicios, no es en sí misma objetiva, sino que es una «disciplina», un axioma de valor o regla moral: proposición de base de una ética del conoci­miento. Ello permite no confundir los juicios de valor con los juicios de conoci­miento, aún cuando en la práctica estén asocia­dos. El discurso autén­tico es el que mantiene la distinción. El discurso inauténtico, por el contra­rio, evita la distinción, considera a las dos catego­rías como aspectos de una misma reali­dad, y se afirma en la mentira y el mal.

Esta postura invierte la relación de fundamentación entre ética y conoci­miento. Si en todas las éticas «animistas» "se consideran fundadas sobre el «conocimiento» de leyes inmanentes, religiosas o «naturales», que se impondrían al hombre", en la ética del conocimiento, por el contrario, es la elección ética la que funda el conocimiento, y es el hombre quien se la impone a sí mismo.

Concluye Monod: "la ética del conocimiento, creadora del mundo moderno, es la única compatible con él, la única capaz, una vez comprendida y aceptada, de guiar la evolución". "Ella impone instituciones consagradas a la defensa, a la extensión, al enri­quecimiento del Reino trascendente de las ideas, del conoci­miento, de la creación. Reino que habita el hombre... ([37]).

3.- EL MAL COMO DOMINACIÓN DEL HOMBRE POR EL HOMBRE

En 1967, Max Horkheimer había publicado su Crítica de la razón instrumen­tal, donde planteaba una génesis del concepto de razón, que le permitía dife­renciar la concepción de los últimos siglos (a la que llamaba «subjetiva»), de la "teoría objetiva de la razón". Es justamente este proceso de subjetivización y forma­lización de la razón, profundizado por la ciencia moderna (j), el respon­sa­ble de la actual crisis de la razón. Al igual que Monod, Horkheimer valoriza la «objetividad» de la razón, pero a diferen­cia de aquel, entiende por razón objetiva "un principio inherente a la realidad". Para él, la teoría de la razón objetiva "afirmaba la existencia de la razón como fuerza contenida no sólo en la conciencia individual, sino también en el mundo objeti­vo: en las relaciones entre los hombres y entre clases sociales, en institu­cio­nes socia­les, en la naturaleza y sus manifesta­ciones. Grandes sistemas filosó­ficos, tales como los de Platón y Aristóteles, la escolástica y el idealismo alemán, se basaban sobre una teoría objetiva de la razón. Ésta aspiraba a desarrollar un sistema vasto o una jerarquía de todo lo que es, incluido el hombre y sus fines. El grado de racionalidad de la vida de un hombre podía determinar­se conforme con su armonía con esa totalidad" ([38]). En conceptos de Monod, se trata de una concepción claramente «animista», y en consecuencia, no objetiva. Es decir, es una expre­sión más del mal, de la mentira.

¿Qué consecuencias se desprenden, según Horkheimer, de la formalización y subjetivización de la razón? "Si la concepción subjetivista es fundada y válida, entonces el pensar no sirve para determinar si algún objetivo es de por sí deseable. La aceptabili­dad de ideales, los criterios para nuestros actos y nuestras convicciones, los principios conductores de la ética y la políti­ca, todas nuestras decisiones últimas, llegan a depender de otros factores que no son la razón. Han de ser asunto de elección o predilección, y pierde sentido el hablar de la verdad cuando se trata de decisiones prácticas, morales o estéti­cas" ([39]) Si el único criterio científico es la objetividad, si sólo los juicios de hechos pueden ser verdaderos o falsos, pero estos atributos no son extensibles a los juicios éticos o valorativos, entonces habría "que admitir que no existen ni actos terribles ni condicio­nes inhumanas y que los males que ve son pura imaginación" ([40]). Primera consecuencia: si sólo lo objetivo es real, el mal (es decir, lo terrible, lo inhumano) en tanto subjetivo, se convierte en ilusorio e irreal.

"La afirmación de que la justicia y la libertad son de por sí mejores que la injusticia y la opresión, no es científicamente verificable y, por lo tanto, resulta inútil. En sí misma, suena tan desprovista de sentido como la afirma­ción de que el rojo es más bello que el azul o el huevo mejor que la leche" ([41]). Segun­da consecuencia: no hay criterios objetivos que guíen la elección de la voluntad respecto de lo mejor.

Por otro lado, al igual que Monod, Horkheimer destaca que las ideas «animistas» han dado cohesión a la sociedad y que el proceso de formalización (la «objetividad», en términos de Monod) ha socavado este poder ([42]), pero no se ve cómo la ciencia, aún fundada sobre «la ética del conocimiento», pueda servir a la cohesión (k). Tercera consecuencia: no se ve sobre qué bases se pueda mantener la cohesión social; o bien, ¿cómo construir una política que no sea el mero dominio de la fuerza ni un retorno a los fundamentalismos animis­tas?

Además, si esta ética del conoci­miento se funda en la disci­plina, se abre un círculo vicioso, que Horkheimer advierte: los enunciados no cientí­ficos tienen validez solamente a partir de "sentimien­tos personales", mientras que los enunciados científicos la tienen porque "«se estable­cen median­te verifi­cación pública accesi­ble a todos los que se someten a su disciplina». La expre­sión «disciplina» designa reglas codificadas en los manuales más avanzados y aplica­das con éxito por los científicos en los labora­torios. Sin duda, tales procedi­mientos son típicos como represen­tantes de ideas contemporá­neas acerca de la objetividad científi­ca. Pero los positivistas parecen confun­dir (l) tales procedi­mientos con la verdad misma. La ciencia debería esperar del pensar filosófico, tal como lo exponen ya sea los filósofos, ya sea los científicos, que rinda cuentas acerca de la naturaleza de la verdad, en lugar de simplemente cantar loas a la metodo­logía científica como definición suprema de la verdad. [...] Al negar una filosofía autónoma y una noción filosófica de la verdad, el positi­vismo abando­na la ciencia a merced de las contingencias de la evolución histó­rica. Puesto que la ciencia constituye un ele­mento del proceso social, su institución como arbiter veritatis sometería a la verdad misma a pautas socia­les cambiantes. La sociedad se vería privada de todo recurso intelectual para la resistencia contra una esclavitud que siempre ha sido denunciada por la crítica social" ([43]). Finalmente, una cuarta consecuencia es que al suponer la naturaleza de la verdad, la ciencia se ve someti­da a las contingencias sociales e históricas (m).

El intento de Horkheimer consiste en sostener que hay una dimensión «objetiva» (tanto en lo real como en el pensamiento), que suministraría un criterio independiente de los deseos, las pasiones, los gustos o las arbitra­riedades particulares de los individuos y los grupos. Es a esa dimensión crítica a la que llama «filosofía».

Tanto Monod como Horkheimer rescatan la objetividad como un bien, aún cuando su significado cambia, y en consecuencia también su diagnóstico del mal. Ya vimos que para Monod, el mal consistía en la mentira resultante de la confusión de la verdad con los valores. Era un mal que había encontrado su justificación, en tanto había permitido la cohesión grupal y como consecuencia, la supervivencia de la especie. Pero, en cuanto estas condiciones han variado, en cuanto a esta altura de la evolución sólo la ciencia puede asegurarnos la supervivencia y el desarrollo evolutivo, todas las concepciones «animistas» ya no se justifican.

¿En qué consiste el mal para una teoría crítica como la de Horkheimer? "En la realidad social, a pesar de todos los cambios, la dominación del hombre por el hombre es todavía la continuidad histórica que vincula la Razón pre-tecnológica con la tecnológica. Sin embargo, la sociedad que proyecta y realiza la transformación tecnológica de la naturaleza, altera la base de la domina­ción, reemplazando gradualmente la dependencia personal por la dependen­cia al «orden objetivo de las cosas». [...] En este punto, se hace claro que algo debe estar mal en la racionalidad del sistema mismo. Lo que está mal es la forma en que los hombres han organi­zado su trabajo social ([44]).

¿Por qué esto está mal? Porque permite la continuidad del dominio. ¿Por qué el dominio es malo? Porque contradice la natura­leza objetiva del hombre, que es en sí mismo libre.

4.- EL MAL COMO AMENAZA DE LAS IDENTIDADES SOCIALES

Recientemente, los autores enrolados en el «post-modernismo» han puesto en cuestión la noción de una «naturaleza objetiva del hombre», denunciando su fundamentación «esencialista»; es decir, aquella que pretende permitir "decidir con certeza apodíctica que un tipo de sociedad es mejor que otro" ([45]). Pero, si una funda­mentación tal no es posible, ¿no queda demolida la posibilidad de una ciencia? Y si no se puede decidir con certeza qué es bueno y qué es malo, ¿por qué habría que preferir la libertad al dominio, la justicia a la injusti­cia, la democracia al autoritarismo? "No puede haber una fundamen­tación seme­jante. Sin embargo, no se deduce que no haya posibilidad de razonar política­mente y prefe­rir, por una variedad de razones algunas posicio­nes políticas a otras. [...] Aún cuando no podamos decidir algorítmicamente acerca de muchas cosas, esto no significa que estemos confinados a un total nihilismo, puesto que podemos razonar sobre la verosimilitud de las alternativas disponibles. En ese sentido, Aristóteles distinguía entre frónesis (prudencia) y theoría (cono­cimiento puramente especulativo). Un argumento basado en lo apodíctico de la conclusión es un argumento que no admite ni la discusión ni la pluralidad de puntos de vista; por otro lado, un argumento que trata de fundarse en la verosimilitud de sus conclusiones, es esencialmente pluralista porque necesita referirse a otros argu­mentos y, puesto que el proceso es esencialmente abierto, éstos pueden ser siempre contestados y refutados. La lógica de la vero­similitud es, en este sentido, esencialmente pública y democráti­ca. Así, la primera condición de una sociedad radicalmente demo­crática es aceptar el carácter contingente y radical­mente abierto de todos sus valores -y en ese sentido, abandonar la aspiración a un fundamento único" ([46]). Si Monod y Horkheimer le asignaban una valoración positiva a la objetividad (aunque con significados diversos); Laclau, en cambio, cree que no hay tal objetividad apodíctica, apoyada sobre un fundamento único, sino «verosimilitud». Mientras Monod encon­traba la base firme del saber en la objetividad de la ciencia que se separa de toda otra «valoración» y Horkheimer la afirmaba en el aseguramiento de la instancia última de la crítica; Laclau afirma la imposibilidad de un fundamento único y la necesaria apertura y contingencia en la base de toda argumentación.

Desde esta postura, el mal no está definido por esencia objetiva alguna, sino que se percibe como una «amenaza» de una identidad o de una posición de sujeto determinada. Como ninguna identidad social puede fundamentarse en una esencia o en una categoría universal y necesaria como la clase social, toda posi­ción de sujeto es inestable y contingente y en consecuencia está permanen­temente amenazada por otras posiciones que luchan contra ella. El mal es todo lo que amenaza la supervivencia, la propia identidad y, como consecuencia, lo bueno será todo aquello que permita el acrecentamiento de mi propia fuerza y el desarrollo de la revolución democrática (es decir, de la lógica igualitaria, a la que de Tocqueville identifica como la tendencia más permanente de la histo­ria). Entonces, si bien no hay una instancia que permi­ta una decisión apodícti­ca basada en una esencia humana objetiva, como base de la verdad, sí hay una verosimilitud y una argumenta­tividad razonable respecto de los bienes históri­cos, sociales, políticos o éticos.

Para Monod el mal es la mentira con la que nos engañamos al creer que hay un sentido en el universo trascendente a la voluntad de los hombres. Tal mentira se ha justificado en tanto, por un lado, ha conjurado la angustia del sin sentido de la existencia y, por otro lado, ha alimentado todas las posturas animistas, por las que se ha ganado la cohesión necesaria para afrontar la lucha por la supervivencia. Pero, como la ciencia ha mostrado su efectividad y eficacia en este último y decisivo problema, se ha hecho posible afrontar la angustia, lo que hace injustificable a la mentira y al mal; para lo cual es necesario separar radicalmente la verdad (objetiva) de la ciencia, de los valores (sentido) del animismo.

Marcuse y Horkheimer, por su parte, advierten que la preten­dida objetivi­dad de la ciencia no es más que la formalización que (en su abstracta objetivi­dad) oculta la relación de dominación (a la que consideran el verdadero mal) hacia la naturaleza y hacia los otros hombres. Postulan, entonces, la necesidad de mantener abierta una instancia crítica (la filosofía o la teoría crítica), que permita denunciar y combatir conscientemente toda relación de dominio (incluso la que se encuentra oculta en la génesis misma de la ciencia moderna).

Un objetivismo coherente, sostendría que el dominio no es en sí mismo malo, y que por el contrario, ha servido a la evolución y permitido la supervi­vencia, guiando la selección natural.

Laclau quiere poner en cuestión el proyecto epistemológico de la moderni­dad («autofundamentación»), pero considera que a partir de ello no es necesario abandonar el proyecto político («autoafirmación»)([47]), que avanza en la línea de los logros históricos de las empresas libertarias e igualitarias. Desde esta perspectiva, el mal consiste tanto en el esencialismo del proyecto epistemoló­gico de autofundamentación como en los fundamentalismos que se oponen al desarrollo de posiciones de sujeto más libres e igualitarias.

5.- EL MAL COMO OBJETIVACIóN DE LOS DESEOS PERSONALES

Desde una postura política diversa, Paul Feyerabend, plantea otro proble­ma: "¿se trata de una mera inclinación a la que sigo y acojo favorablemente en otros, o existe un «núcleo objetivo» que me capacitaría para combatir el fascismo no precisamente porque no me guste, sino porque es algo intrínsecamen­te malo? Y mi respuesta es: tenemos una inclinación, y nada más. Naturalmente, esta incli­nación, como cualquier otra, está circundada por nubes de palabre­ría y sobre ella se han construido sistemas filosóficos enteros. [...] Y todo lo que podemos encontrar al intentar identificar ciertos contenidos son diversos sistemas que afirman diferentes conjuntos de valores con nada más que nuestras inclinaciones para decidir entre ellos. Ahora bien, si una inclinación más se contra­pone a otra inclinación, al final la inclinación más fuerte gana­rá, y esto es lo que significan los bancos, o los libros más gordos, o los educadores más decididos, o los cañones más grandes. [...] Pero mi explicación sería que el tema no me agrada, y no que es algo intrínsecamente malo y basado en ideas retrógradas sobre el universo. [...] A mí no me gustan, pero mis razones, de nuevo, no son normas objetivas, sino sueños de una vida mejor. Si uno combina tales sueños (los que yo tengo) con una idea de valores objetivos (que yo rechazo) y denomina el resultado una conciencia moral, entonces no tengo conciencia moral, afortunadamente, por­que, diría yo, la mayoría de la miseria de nuestro mundo, guerras, destrucción de almas y cuerpos, carnicerías sin fin, son algo causado no por individuos malos, sino por gente que objetiviza sus deseos más personales e inclinaciones y así los hace inhumanos" ([48]). Las valoraciones tienen, aquí, un fundamento emotivo: la agradabilidad, el gusto, los deseos personales o los sueños, pero ninguna valoración objetiva ni una argumentación plausible. Ya no encontramos una valoración positiva de la objetividad de la cien­cia, pues ella misma es un engaño. Los estudiosos de la historia del pensamiento científico muestran que las verdades objetivas no se distinguen de los errores útiles o eficaces y que en el fondo lo único que cuenta son las relaciones de poder.

Tanto Laclau como Feyerabend descreen del objetivismo de la ciencia, y se oponen a él en cuanto genera consecuencias inhuma­nas, pero el primero afirma una lógica de la verosimilitud en reemplazo del fundamentalismo objetivista, mientras que el segundo no encuentra otra fundamentación de los valores que la subjetivad del sueño o el gusto (n).

Esta postura «anarquista» es análoga a la postura «liberal» de un Rorty: no hay criterios objetivos que permitan determinar bien y mal, buenos y malos, sino sólo convicciones subjetivas (y los criterios subjetivos -ya sean indivi­duales o comunitarios- se deciden en función de «inclinaciones», más o menos naturales, más o menos histórico-culturales).

6.- LA SOCIEDAD DEL MAL Y EL MAL DE LA SOCIEDAD

En 1976, cuando por estas costas estábamos muy en otra cosa, se publicó en París un trabajo del «antropólogo» Pierre Clastres sobre la obra El discurso de la servidumbre voluntaria (1548), de Etienne de la Boétie. Según Clastres, la preocupación central del autor del siglo XVI habría sido cómo es que los hombres permanecen sujetos voluntariamente al que manda, al Estado, posibili­tando de este modo las sociedades «históricas». "¿Cómo es posible -pregunta La Boétie, que la mayoría obedezca a una sola persona, no sólo que la obedezca sino que la sirva y no sólo que la sirva sino que quiera servirla?" ([49]).

La lógica permitió a La Boétie separarse de la historia dada, en la que toda sociedad supone la relación de poder; es decir, la relación entre domina­dores y dominados. Por oposición a lo dado, se postula una naturaleza humana verdade­ra: libre; y una naturale­za de la sociedad: indivisa. De esa manera, se cuestiona la liber­tad histórica existente, que es siempre no-libre, pues supone alguna forma de dominio; y se denuncia el significado del concepto de libertad, pues sólo hace referencia a la forma de dominación más soportable. La concep­ción de la esencia humana, que considera a la dominación como natural es siempre falsa. Ya en La pregunta por la cosa, Heidegger nos advierte que lo «natural» es siempre histórico y que no hay tal cosa como una naturaleza objetiva atempo­ral ([50]).

La naturaleza del hombre es «ser-para-la-libertad»; de modo que toda forma de sumisión implica una «desnaturalización» del hombre. Ésta hace refe­rencia no sólo a la resignación a la sumi­sión sino al "amor a la servidumbre". Entre la libertad y la servidumbre no hay sólo diferencia de grados, de modo que fuese posible un tercer estado equidistante de la libertad y de la servi­dumbre, sino una diferencia absoluta: "toda relación de poder es opresiva" ([51]).

Pero Clastres nos advierte, que si bien La Boétie sólo podía hacer una distin­ción lógica (es decir, determinar la «posibilidad» de sociedades en las que no hubiese servidumbre voluntaria), la etnología ha podido verificar empíricamente su existencia en las llamadas «sociedades primitivas». Precisa­mente, lo que caracteriza y diferencia a las sociedades primitivas de toda otra organización social, es que son sociedades sin Estado, "sociedades cuyo cuerpo no posee un órgano de poder político separado" de la sociedad, "homogéneas en su ser, indivisas" ([52]). Las formaciones sociales con Estado, suponen la divi­sión, es decir, una relación de poder entre dominadores y dominados. Son sociedades donde la esfera política se ha separado de lo social. "Toda sociedad dividida es una sociedad en servidumbre" ([53]).

Las sociedades primitivas ignoran la desigualdad: ninguno vale más o menos que los otros miembros, nadie detenta el poder, nadie puede más. Clastres aclara que la igualdad se refiere al valer, a la dignidad en tanto que hombres y que la diversidad de funciones no implica una diferencia respecto del poder. Encontra­mos aquí dos problemas: el primero es que si concebimos al poder como relacio­nes de fuerza, sería imposible encontrar dos fuerzas iguales. Es por eso que Nietzsche piensa las relaciones de poder como relaciones jerárquicas. El segundo es que nos parece que la conceptualización de Clastres, hace lugar a la confusión entre las relaciones de subordinación y las relaciones de opresión ([54]). Toda relación de opresión lo es también de subordinación, pero no a la inversa.

Clastres nos dice que La Boétie sigue dos órdenes de pregun­tas: 1) ¿por qué se ha producido la desnaturalización de lo humano (que supone una degrada­ción y una humillación en su condición)? ¿Por qué se genera la división en la sociedad? "¿De dónde surge el Estado?". La Boétie no contesta estas preguntas y Clastres muestra que sería imposible contestarlas sin caer en el absurdo. 2) ¿Por qué se reproduce incesantemente la desigualdad? ¿Esta desnaturali­zación es una caída en la animalidad? No es una caída en la anima­lidad, pues los animales sólo obedecen por miedo, pero los "hom­bres obedecen no forzados u obligados... sino voluntariamente", porque lo desean ([55]).

Según esto, lo propio del hombre es la libertad. Es por ello, que sólo el hombre puede perder su libertad. El animal no puede perder la libertad, pues tampoco puede ser libre. "Sólo aquello -dice Heidegger en Serenidad- que, sepámoslo o no, poseemos, pode­mos también perderlo o, como se dice, deshacernos de ello".

Habría un tercer orden de preguntas (que La Boétie no podía plantear, pero que se hacen posibles a partir de las investigacio­nes etnológicas): ¿cómo funcionan las sociedades primitivas para impedir la desigualdad? Recha­zando la obediencia, a partir de una acción y decisión colectivas. Impiden que el deseo de sumisión (el mal deseo) se realice, oponiéndole la ley impresa en los cuerpos con marcas dolorosas, que fijan la memoria de la unidad homogé­nea.

Si el mal se define por la división, el bien es la naturaleza originaria del hombre: el ser-para-la-libertad. El mal no sería considerado como algo natural sino como una valoración social: la comunidad valora la unidad y rechaza la división, la escisión. Esa valoración social tiene un fundamento en el ser mismo de la comu­nidad como en el del hombre. Sin embargo, el mal tiene también una base natural, puesto que hay un deseo malo. Son este deseo de poder y su correlato, el deseo de sumisión, los que explican el origen del Estado, de la división social en dominantes y domina­dos, y la servidumbre voluntaria. La Boétie no se "hace la menor ilusión acerca de la posibilidad" de retornar a un modo de socie­dad indivisa ni se planteó "un programa a realizar" ([56]).

Clastres dice (respecto de La Boétie) que "en un sentido le importa poco el destino del pueblo mientras éste no se subleve". Y no podría ser de otro modo, ya que de la valoración social depende todo. Ya Hegel decía que "todo se reduce a la conciencia que el Espíritu tiene de sí propio. Es muy distinto que el Espíritu sepa que es libre o que no lo sepa." ([57]).

¿Podemos nosotros preguntar de qué depende la valoración social? ¿Es posible plantearnos «un programa a realizar»? «Qué hacer» ¿es una pregunta lícita? Pareciera que una ética no admite mediación alguna entre bien y mal, que si la sociedad indivisa es buena, toda relación de poder, en tanto que supone una escisión, es mala. De ello se infiere que todas las sociedades modernas están condenadas al Mal absoluto, puesto que son demasiado comple­jas como para no admitir escisión alguna. Probablemente este camino conduzca a la única salida de "resistir" al mal denunciando su mecanismo perverso y desarro­llando una voluntad de no sumisión (tal nos parece la salida de Foucault).

Erradicar el mal es ponerlo afuera, exportar­lo. Perseverar en el bien es mantener la unidad homogénea, lo cual implica "la diferencia irreductible con todos los demás" ([58]). La propia identidad re­quie­re la diferencia en relación con los otros, los que son clasificados desde el comienzo en amigos o enemigos.

En toda sociedad primitiva juegan, esquemáticamente, dos lógicas irreduc­tibles: internamente, rige el principio de identi­ficación, basado en la igual­dad de sus miembros y en la unidad de la sociedad, que tiende a evitar sistemá­ticamente toda escisión, toda rela­ción de poder, en la que se ve el mal; exteriormete, rige el principio de diferencia­ción, basado en la libertad y totalidad autónoma de la comunidad en relación a las otras, que tiende a afirmar su diferencia frente a las otras, por lo que ve como mal todo lo que tienda igualar a las comunidades ([59]).

Es decir, que las sociedades primitivas, perciben como el Mal absoluto a todo aquello que va en contra de la autoconservación en su propio ser ([60]). Hacia afuera, en relación a las otras comuni­dades, el Mal consistiría en la pérdida del Nosotros como totali­dad autónoma, para lo cual se requiere un estado de guerra perma­nente ([61]) con los otros pueblos, como modo de autoa­fir­mación. Hacia adentro, en las relaciones que los miembros de la comunidad establecen entre sí, el Mal consistiría en la escisión, en la división, en el conflicto, en permitir que surja cualquier forma de dominación entre los iguales.

El Mal, en consecuencia, sólo es perceptible desde un hori­zonte simbóli­co, desde el campo cultural, en donde se juega la propia identidad y diferen­cia comunitarias. Una cultura que se vuelve cada vez más cientificista y economi­cista, conlleva una progresiva pérdida de toda noción del Mal, a tal punto que ya casi nos es inconcebible una comunidad sin alguna forma de domina­ción (en relación a lo interno); y paralelamente, las identidades comunitarias se disuelven en el omnicomprensivo mercado mundial (en relación a lo externo). El Mal se ha hecho tan omniabarcante, que ya ni siquiera es visible. El Mal está tan omnipresente, que ya ni siquiera es nombrable.

En la tradición occidental (al menos desde la época de san Agustín), el mal fue concebido como privación de bien [siguiendo la concepción ontológica de los griegos que (esquemáticamente) respondía a las ecuaciones: ser = bien; no-ser = mal]. Las socie­dades primitivas, por el contrario, conciben al mal como un algo, como una fuerza positiva, que amenaza la permanencia de un Noso­tros autónomo. Es por eso, que el Mal puede y debe ser combatido: 1) internamente, por lo que nosotros llamaríamos «política» (a diferencia de Clastres, que la concibe siempre como una relación de dominio); es decir, toda praxis tendiente a la construcción de un orden social nuevo, que suprima las relaciones de desigualdad u opresión. 2) Externamente, desarrollando una estrategia de lucha, tendiente a desarrollar las fuerzas necesarias para derrotar a los enemigos, que amenazan la autonomía.15579 palabras




[1] Cfr. F. G. J. Schelling, Sobre la esencia de la libertad humana, estudio preliminar de Carlos Astrada, Juarez Editor, Bs. As., 1969.

[2] Cfr. M. Heidegger, Schelling y la libertad humana, traducción, notas y epílogo de Alberto Rosales, Monte Avila Editores, Caracas, 1ra. edición, 1990.

[3] Cfr. G. W. Hegel, Fenomenología del Espíritu, traducción de W. Roses, F. C. E., México, 1a. edición en español, 1966, (en adelante FendE), pp. 446 ss.

[4] J. P. Feinmann, El mito del eterno fracaso, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1985, p. 42.

[5] R. Valls Plana, Del yo al nosotros (Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel), Edit. Laia, Barcelona, Segunda edición, 1979, p. 354.

[6] G. W. Hegel, FendE, pp. 447-8. Lo encerrado entre corchetes es agregado nuestro.

[7] R. Valls Plana, Ibidem. Cfr. G.W.Hegel, Lecciones sobre filosofía de la religión, Madrid, Alianza Editorial, 1984, tomo 1, pp. 97-8: "A este momento del ser-en-sí abstracto se le contrapone ahora el ser-para-sí, lo negativo en general, la forma. Ahora bien, esto negativo, en su forma inicialmente indeterminada, aparece como lo negativo en el mundo, mientras que lo positivo es lo consistente. El mal es la negatividad respecto de esta consistencia, y este sentirse-uno-mismo, este ser-ahí y este conservar. Frente a Dios, esta unidad reconciliada del ser-en-sí y del ser-para-sí, aparece la diferen­cia, el mundo, en cuanto consis­tencia positiva y, dentro de él, la destrucción y la contradicción, y aquí confluyen las cuestiones que pertenecen a todas las religiones, con una con­ciencia más o menos desarrollada, acerca de cómo el mal puede compaginarse con la unidad absoluta de Dios y dónde reside el origen del mal. Esto negativo aparece inicialmente como el mal en el mundo; pero también se recupera en la identidad consigo, donde es el ser-para-sí de la autoconcien­cia, del espíritu finito."

[8] G. W. F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, traducción de J. Gaos, 4a. edición, Revista de Occidente, Madrid, 1974, pp. 56-7. Cursivas nuestras.

[9] Cfr. G. W. Hegel, Ciencia de la lógica, traducción de Augusta y Rodolfo Mondolfo, 2 tomos, Solar-Hachette, 3a. edición, Bs. As., 1974.

[10] G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, edición citada, p. 97.

[11] "Pero no ha de olvidarse que sólo hablamos aquí de moralidad y religio­si­dad, por cuanto existen en los indivi­duos, y por consi­guiente, por cuanto están entrega­das a la libertad individual. En este sentido, la debilidad, la ruina y perdi­ción moral y religiosa, es debido a la culpa de los individuos mismos." (G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, Ed. citada, p.98).

[12] Cfr. G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la religión, tomo 1, Introducción y Concepto de religión, traducción de Ricardo Ferrara, Alianza Editorial, Madrid, 1984, pp. 8-9.

[13] G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, edición citada, pp. 98-9, (cursivas y negritas nuestras).

[14] "Los individuos quieren, sin duda, en parte, fines universales; quieren un bien. Pero lo quieren de manera que este bien es de naturaleza limitada. [...] En suma, aquí tienen todas las virtudes su lugar. En ellas podemos ver realizada la determinación de la razón en estos sujetos mismos y en los círcu­los de su acción. Mas estos individuos particulares, que están en escasa proporción con la masa del género humano -por cuanto debemos compararlos, como individuos, con la masa de los restantes individuos- y asimismo el radio de acción que tienen sus virtudes, es relativamente poco extenso." (G.W.Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, edición citada, p. 79. Cursivas de la edición).

[15] "Lo universal en las cosas particulares es el bien particular, lo que existe como moral. Su producción es una conservación, por cuanto que conservar es siempre producir; no es simple duración. Esta conservación, la moral, el derecho vigente, es algo determinado; no es el bien en general, lo abstracto" (G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la histo­ria universal, ed. cit., p. 89). "Este centro interno, esta simple región del derecho a la libertad subjetiva, este hogar de la voluntad, de la resolu­ción y de la acción, ese contenido abstracto de la conciencia moral, eso en que está encerrada la culpa y el valor del individuo, su eterno tribunal, permanece intacto y substraído al estruendo de la historia universal; y no solo de los cambios exteriores y temporales, sino también de aquellos que la absoluta necesidad del concepto mismo de libertad lleva consi­go. Pero en general hay que dejar sentado que lo que en el mundo es legítima­mente noble y magnífico, tiene algo superior sobre sí. El derecho del espíritu universal está sobre todas las legitimidades particulares. Comparte estas, pero solo condicionalmente, por cuanto dichas legitimidades forman parte del cometi­do del espíritu, aunque están también unidas al particu­larismo" (G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la histo­ria universal, ed. cit., pp. 93 ss.).

[16] Cfr. André Glücksmann, El nihilismo de Michel Foucault, en VV.AA., Michel Foucault, filósofo, Ed. Gedisa, Barcelona, 1990, pp. 332 ss.

[17] Cfr. J.P.Feinmann, Hegel y Richard Widmark, en El mito del eterno fracaso, Ed. Legasa, Bs.As., 1985, pp. 38-47.

[18] "El principio, la ley, es algo universal e interno, que, como tal, por verdadero que sea en sí, no es completamente real. Los fines, los principios, etc., existen sólo en nuestro pensamiento, en nuestra intención interna o también en los libros; pero aún no en la realidad. Lo que sólo es en sí, constituye una posibilidad, una potencia; pero no ha pasado todavía de la interioridad a la existencia. Es necesario un segundo momento para su realidad; y este momento es la actuación, la realización, cuyo principio es la voluntad, la actividad de los hombres en el mundo. Sólo mediante esta actividad se realizan aquellos conceptos y aquellas determinaciones que son en sí". (G. W. He­gel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, edición citada, [en adelante LsFdlHU], p. 81).

[19] G. W. Hegel, LsFdlHU, p. 90.

[20] G. W. Hegel, LsFdlHU, pp. 90-1.

[21] G. W. Hegel, LsFdlHU, pp. 96-7. Cursivas nuestras.

[22] Locke, J.: Ensayo sobre el gobierno civil, Introducción y notas de Ernesto Ponce, Ed. Nuevomar, 1ra. edición, México, 1984, pp. 36-7.

[23] J. Ha­bermas, Op. cit., p.52.

[24] Cfr. J. Habermas, Op. cit., pp. 122-3.

[25] J. Hyppolite, Lógica y existencia. Ensayo sobre la lógica de Hegel, traducción de M. C. Martínez Montenegro y J. R. Santander Iracheta, Universidad Autónoma de Puebla, México, 1ra. edición, 1987, p. 233. Cursivas del autor, negritas nuestras.

[26] J. Monod, El azar y la necesidad, traducción de Francisco Ferrer Lenín, Editorial Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, p. 174.

[27] J. Monod, Op. cit., p. 175.

[28] J. Monod, Op. cit., p. 177.

[29] J. Monod, Op. cit., p. 117.

[30] Cfr. J. Monod, Op. cit., pp. 40-9.

[31] "En general, el autor, da a performance un sentido próximo a logro, a ejecución conseguida". (Nota del traductor, página 15).

[32] J. Monod, Op. cit., p. 183.

[33] J. Monod, Op. cit., p. 183. "El inconsolable vacío en que cae la emancipación es la forma en que la maldición de los poderes míticos logra aún atrapar a los evadidos" (J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Trad. de Manuel Jiménez Redondo, Ed Taurus, Bs.As., 1a. edición, 1989, p. 144).

[34] J. Monod, Op. cit., p.184.

[35] J. Monod, Idem.

[36] J. Monod, Op. cit., p. 185.

[37] J. Monod, Op. cit., p. 188 y 190.

[38] M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, traducción de H.A.Mu­rena y D.J.Vogelmann, 2a. edición, Editorial Sur, Bs. As., 1973, pp. 16 y 17. También para Horkheimer se trata de un «reino que habita el hombre», como se desprende de la siguiente cita: "Lo cierto es que el Hado sólo gobierna los sucesos humanos en la medida en que la sociedad es incapaz de arreglar, segura de sí misma, sus asuntos por su propio interés. Allí donde la filoso­fía de la historia entrañe aún la idea de que la historia tiene un sentido que, aunque oscuro, actúa de modo autónomo y soberano, e intente calcarlo con esquemas, construcciones lógicas y sistemas, hay que objetar que en el mundo no hay más sentido ni más razón que lo que los hombres realicen en él". (M. Horkheimer, Historia, metafísica y escepticismo, traducción de María del Rosario Zurro, Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 117.).

[39] M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, traducción de H. A. Mu­rena y D. J. Vogel­mann, 2a. edición, Editorial Sur, Bs. As., p. 19.

[40] M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, traducción de H.A.Mu­rena y D.J.Vogel­mann, 2a. edición, Editorial Sur, Bs. As., 1973, p. 20.

[41] M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, traducción de H. A. Mu­rena y D. J. Vogel­mann, 2a. edición, Editorial Sur, Bs. As., 1973, p. 35. Cfr. más abajo, la postura de Laclau, para quien no hay bien en sí, pero hay razones que nos ayudan a decidirnos por una posición u otra.

[42] Cfr. M. Horkheimer, Op. cit., p. 47.

[43] M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, traducción de H.A.Mu­rena y D.J.Vogel­mann, 2a. edición, Editorial Sur, Bs. As., 1973, p. 84.

[44] H. Marcuse, El hombre unidimensional, traducción de Antonio Elorza, Editorial Planeta-Agostini, Barcelona, 1985, p. 171.

[45] E. Laclau-Ch. Mouffe, Post-marxism without Apologies, en Nuevas refle­xiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1993, p.139.

[46] E. Laclau-Ch. Mouffe, Post-marxism without Apologies, en Nuevas refle­xiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1993, pp. 139-40 (traducción nuestra del original inglés).

[47] Cfr. Ch. Mouffe, La radicalización de la democracia ¿moderna o postmo­derna?, en Revista «Unidos», Año VI, N° 22, Buenos Aires, diciembre de 1990, pp. 168-9.

[48] P. Feyerabend, Adiós a la razón, traducción de José R. de Rivera, 1a. reimpresión, 1987, Ed. Tecnos, Madrid, pp. 85-89.

[49] Clastres, Pierre, Investigaciones en antropología política, Barcelona, Ed. Gedisa, Traducción de Estela Ocampo, 1a. edición, 1981, p. 119.

[50] Cfr. Heidegger, M., La pregunta por la cosa, Buenos Aires, Ed. Sur, Traducción de E. García Belsunce y Z. Szankay, 1964, A, 10, pp. 43-8.

[51] Clastres, P., Op. cit., p. 121.«Toda relación de poder es opresiva, toda sociedad dividida está habitada por el Mal absoluto porque es algo antina­tural, la negación de la libertad. Así, por obra de una desgracia se cumple el nacimiento de la Historia, la división entre buena y mala sociedad: es buena la sociedad en la que la ausencia natural de la división asegura el reino de la libertad, es mala aquélla cuyo ser dividido permite el triunfo de la tiranía». (pp.121-2)

[52] Clastres, P., Op. Cit., pp. 111-2.

[53] Clastres, P., Op. cit., p. 121.

[54] "Entenderemos por relaciones de subordinación aquélla en la que un agente está sometido a las decisiones de otro -un empleado respecto a un empleador, por ejemplo, en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre, etc.-. Llamaremos, en cambio, relaciones de opresión a aquellas relaciones de subordinación que se han transformado en sedes de antagonismos. Finalmente, llamaremos relaciones de dominación al conjunto de aquellas relaciones de subordinación que son consideradas como ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social exterior a las mismas -y que pueden, por tanto, coincidir o no con las relaciones de opresión actualmente existentes en una formación social determinada." (E.Laclau-Ch.Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, primera edición, 1987, p. 172).

[55] "¿cómo es posible que la gente que no tiene tal interés siga, abrace estrechamente el poder, pida una parcela de él? [...] Es preciso aceptar y entender el grito de Reich: ¡no, las masas no fueron engañadas, en determina­do momento desearon el fascismo! [...] La naturaleza de las catexis de deseo sobre un cuerpo social explica por qué partidos y sindicatos, que ten­drían o deberían tener catexis revolucionarias en nombre de los intereses de clase, pueden tener catexis reformistas o perfectamente reaccionarias al nivel del deseo" (G. Deleuze, en M. Foucault, Un diálogo sobre el poder, Introducción y traducción de Miguel Morey, 2da. edición, Bs.As., 1992, pp. 16-7.)

[56] Pierre Clastres, Investigaciones en Antropo­logía Política, traducción de Estela Ocampo, Primera edición, Editorial Gedisa, Barcelona, 1981: «Pero una vez que ha sobrevenido la desgracia, una vez perdida la liber­tad que rige naturalmente las relaciones entre iguales, el Mal absoluto pasa por todos los grados: hay una jerarquía de lo peor, y el Estado totalita­rio bajo sus diversas configuraciones contem­poráneas está presente para recor­darnos que por más profunda que sea la pérdida de la libertad jamás es absoluta y total». (p.123) «Sabemos que, desde su aurora griega, el pensa­miento políti­co de Occi­dente ha sabido descubrir en lo político la esen­cia de lo social humano (el hombre es un animal político), encon­trando la esencia de lo político en la división social entre dominadores y dominados, entre aquellos que saben y, por lo tanto, mandan sobre aquellos que no saben y, por lo tanto, obedecen. Lo social es lo políti­co, lo político es el ejercicio del poder (legítimo o no, poco importa aquí) por uno o algunos sobre el resto de la sociedad (para su bien o su mal, poco importa aquí)». (p. 112)

[57] G. Hegel, Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, Traduc­ción de J.Gaos, Revista de Occidente, Madrid, p. 63.

[58] P. Clastres, Op. cit., p. 204.

[59] Clas­tres las simboliza con dos tesis: la de Lévi-Strauss, que sostiene un intercambio general de todos con todos y la de Hobbes, que afirma la guerra de todos contra todos.

[60] Pierre Clastres, Investigaciones en Antropo­logía Política, traducción de Estela Ocampo, Primera edición, Editorial Gedisa, Barcelona, 1981: «Las sociedades primitivas, en tanto sociedades indivi­sas, niegan al deseo de poder y al de sumisión toda posibilidad de realizarse. Máquinas sociales animadas por la voluntad de perseverar en su ser indiviso, las socie­dades primitivas se constituyen como lugares de represión del mal deseo.» (p.127)

«La estrategia es rigurosamente la misma para todas las comunida­des: perseverar en su ser autónomo, conservarse como son, un Nosotros indiviso». (p. 207)

[61] Pierre Clastres, Investigaciones en Antropo­logía Política, traducción de Estela Ocampo, Primera edición, Editorial Gedisa, Barcelona, 1981: «En consecuencia, la guerra generalizada produciría el mismo efecto que la amistad generalizada: la negación del ser social primitivo. En el caso de la amistad de todos con todos, la comunidad perde­ría, por disolu­ción de su dife­rencia, su propiedad de totalidad autónoma. En el caso de la guerra de todos contra todos perdería, por irrupción de la división social, su carácter de unidad homogé­nea: la sociedad primitiva es, en su ser, totalidad una. No puede consentir la paz generalizada que aliene su libertad y no puede abando­narse a la guerra general que anule su igualdad. Entre los Salvajes no es posible ser amigo de todos ni enemigo de todos». (p.205)




a. "De hecho puede concederse que la diferencia entre lo bueno y lo malo está superada en sí, es decir, en Dios, la única realidad verdadera. En Dios no hay nada de malo; la diferencia entre lo bueno y lo malo existe solamente si Dios fuera también lo malo. Pero no se admitirá que lo malo sea algo afirmativo y que esto afirmativo exista en Dios. Dios es bueno y solamente bueno; la dife­rencia entre bueno y malo no se encuentra en este Uno, en esta sustancia; aquella aparece solamente con la diferencia en general."

"Junto con la diferencia de Dios respecto del mundo, especialmente respecto del hombre, se introduce la diferencia entre bien y mal. Ahora bien, la determina­ción fundamental en el espinocismo en lo referente a la diferencia entre Dios y el hombre consiste en que el hombre debe tener solamente a Dios como meta suya. Ahí la diferencia, el hombre, tiene como ley el amor de Dios, el estar dirigido exclusivamente a este amor, el no querer hacer valer su diferencia y perseverar en ella, sino mantenerse exclusivamente en dirección hacia Dios. La moral más sublime consiste en que lo malo sea lo nulo, y que el hombre no permita ni haga valer en sí esta diferencia, esta nulidad. El hombre puede querer perseverar en esta diferencia y llevarla hasta la contraposición con Dios, lo universal en sí y para sí -de este modo él es malo. Pero también puede considerar su diferencia como nula, poner su esencialidad solamente en Dios y en la orientación hacia Dios -de este modo él es bueno. Esta diferencia no existe en Dios como tal, en Dios determinado como substancia, pero sí existe para el hombre. Aquí se introduce la diferencia en general y, más concretamen­te, la diferencia entre bien y mal." (G. W. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la religión, trad. de Ricardo Ferrara, Alianza Editorial, Madrid, 1984, tomo 1, págs. 259-60.)

1) Mientras se piensa a Dios abstractamente, con categorías de la refle­xión o de la representación (es decir fijas, y no dialécticas) monistas (como Uno, Substancia), hay que afirmar que "Dios es bueno y solamente bueno", como lo había hecho toda la tradición cristiana desde san Agustín. Si se lo piensa de manera dualista, como los maniqueos, entonces hay que admitir dos substan­cias contrapuestas (una como expresión de las fuerzas del bien y otra como expresión de las fuerzas del mal), irreductibles y en combate eterno entre sí.

2) Es posible determinar el mal, cuando se concibe "la diferencia en general", es decir, lo negativo, y el devenir. El mal se hace posible por los dos movi­mientos de diferencia: la «creación» y la libertad humana. Hegel piensa el mal como privación de bien (siguiendo la tradición cristiana, abierta por san Agustín), pero cuando se trata de "concebirlo" (es decir, del movimiento de lo real capturado por el pensamiento) no basta como describir las diferen­cias de los momentos, sino que hay que establecer las relaciones.

3) La diferencia entre bien y mal se introduce con "la diferencia de Dios respecto del mundo". ¿Cómo hay que interpretar esta frase? La tradición ha pensado el mal ligado a la libertad del hombre, ¿cómo podría haber un mal «natural»? Ciertamente que san Agustín ya había mencionado esta acepción, ejemplificándola con las enfermedades, los cataclismos, la muerte, etc., pero para descalificarla como inadecuada. Sostenía que tales cosas eran considera­das como males, porque no se era capaz de comprender que estaban en función de la armonía del conjunto. Pero, justamente, lo que hace que las llamemos malas, es su aspecto negativo, en tanto han sido fijadas a una falta, a un límite, a una carencia de plenitud o realidad. Por eso, san Agustín argumenta que al no ser en verdad tales faltas, sino momentos necesarios en la armonía del conjun­to, resultan falsos males. Sin embargo, este aspecto negativo, introduce la posibi­lidad del mal o su realidad virtual, porque la armonía del conjunto no es posible, sin que este aspecto negativo se manifieste.

4) Con la diferencia de Dios respecto del hombre, se introduce propiamen­te, la diferencia entre el bien y el mal. Aquí también Hegel sigue la tradición que se remonta a san Agustín: el mal propiamente dicho, es posible a partir del hombre, en tanto que es capaz de decidir entre el bien y el mal; es decir, en tanto que es capaz de libre albedrío, en la voluntad: "El hombre puede querer perseverar en esta diferencia y llevarla hasta la contraposición con Dios, lo universal en sí y para sí -de este modo él es malo." El mal, propiamente dicho, consiste en fijar la diferencia y lo negativo contrapuesto a lo universal en y para sí, a lo absoluto, a la verdadera realidad plena.

La grandeza del hombre consiste en su capacidad para el bien y para el mal: no sería posible una sin la otra. El animal no puede decidir entre el bien y el mal, sino que está determinado exteriormente. El animal está determinado exteriormente aún en la enfermedad, en la corrupción y en la degeneración.

El bien consiste, pues, en la superación del mal. ¿Sostiene, entonces Hegel, que el pasaje por el mal es necesario? De alguna manera, sí. La tradi­ción decía que lo necesario es el pasaje por la "posibilidad" del mal, o por la "tenta­ción" del mal. Pero, al igual que en el ejemplo de la enfermedad, la reposición supone haber pasado por ella. Es cierto, que se podría argumentar, que no es necesario enfermar, para estar sano. Pero, ¿no es la salud un estado de supera­ción permanente de la enfermedad?

b. "La antinomia del bien y el mal no puede resolverse por la representación misma. Sólo la comprensión especulativa o dialéctica podrá dar cuenta adecuada de esa división. Bajo la representación esos momentos se separan y resultan inconciliables. Pero la representación, por presión del concepto, hace un esfuerzo para resolver la cuestión y aparece la doctrina de la Redención. El bien sale a la busca del mal para reintegrarlo a sí. Y así tenemos el movimien­to de la Encarnación que se continúa hasta la muerte y resurrección. En la Resurrección el mal es vencido y se gana la conciencia universal que funda la comunidad." (R. Valls Plana, Op. cit., pág. 354).

c. "Así el espíritu, según su naturaleza, está en sí mismo; es decir, es libre. [...] La libertad es la substancia del espíritu. [...] El espíritu reside en sí mismo; y esto justamente es la libertad." (G.W.Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, traducción de J. Gaos, 4a. edición, Revista de Occidente, Madrid, 1974, pág. 62).

d. "No existe el Bien si de sus entrañas no surge el Mal para acosarlo, cues­tionarlo y ponerlo a prueba. Para Hegel, la grandeza de la conciencia está en su desdicha: sufrir infinitos desengaños hasta encontrar lo Absoluto. Para Hegel también, mala infinitud es aquella que no se realiza a través de lo finito. [...] El Mal es testimonio de la complejidad del hombre. Es decir: de su grandeza. Porque de nadie puede afirmarse que es bueno si esta bondad no se ha cuestionado a sí misma, si no ha atravesado los caminos del Mal, de la duda, la tentación y el dolor. Porque así son los humanos: infinitamente contradicto­rios. Pocos lo indagaron tan hondamente como Dostoievski: «Que el hombre propende a edificar y trazar caminos es indiscutible. Pero ¿por qué se perece también hasta la locura por la destrucción y el caos?» (Memorias del Subsuelo). [J.P.Feinmann, Op. cit., pág. 44].

e. Hegel considera que la protesta es en muchos casos un ejemplo de la inmadu­rez. Muchas veces los niños se golpean o lastiman en el curso de un juego o de un aprendizaje e inmediatamente endilgan a sus padres la responsabi­lidad del hecho: «¡Es tu culpa! Si me hubieses cuidado, no me hubiese caído.» Ello les alivia el dolor (psíquico), en tanto extraña la culpabilidad de ellos mismos y se mantie­ne dentro la protección de la responsabilidad del otro. Y agregan inme­diatamen­te: «No quiero que me toques ni que me cures. Yo me puedo arreglar solo». Contradicen así su postura inicial. Se deniegan, el alivio del dolor (físico) que podría proporcionarle la ayuda paterna; procurán­dose un fortale­cimien­to de la propia autonomía, lo que disminuye su dolor (psíqui­co). Agregan finalmente: «Deberías haber evitado que esto sucediera». Es claro, que este planteo no tiene solución real, puesto que se formula abstractamente, desde una lógica de lo posible. Pero la posibilidad no es real desde el momento en que el niño ha decidido actuar por su cuenta, diferencián­dose de los padres. El niño demanda algo que él mismo ha imposibilitado, del mismo modo que imposi­bilita, la solución realmente posible que le propone el padre. Cuanto más abandona su postura «infantil», mayor es su aceptación de la ayuda y del alivio que se le brinda. Y cuanto mayor es esta aceptación, más fácilmente puede aceptar su responsabilidad en la acción (y sus consecuencias).

f. "Nada más frecuente ni corriente que el lamento de que los ideales no pueden realizarse en la efectividad -ya se trate de ideales de la fantasía o de la razón-; y, en particular, de que los ideales de la juventud quedan reducidos a ensueños por la fría realidad. Estos ideales que así se despeñan por la derrota de la vida en los escollos de la dura realidad, no pueden ser, en primer término, sino ideales subjetivos que pertenecen a la subjetividad que se considera a sí misma como lo más alto y el colmo de la sagacidad. Pero estos ideales no son los ideales de que aquí tratamos. Pues lo que el individuo se forja por sí, en su aislamiento, puede no ser ley para la realidad universal; así como la ley universal no es sólo para los individuos, los cuales pueden resultar menoscabados por ella. Puede suceder, sin duda, que tales ideales no se realicen. El individuo se forja con frecuencia representaciones de sí mismo, de sus altos propósitos y magníficos hechos que quiere ejecutar, de la impor­tancia que tiene y que con justicia puede reclamar y que sirve a la salud del mundo. Por lo que toca a tales representaciones digo que deben quedar en su puesto. Cabe soñar de sí mismo muchas cosas que no son sino representaciones exageradas del propio valor. Cabe también que el individuo sea injustamente tratado. Pero esto no afecta para nada a la historia universal, a la que los individuos sirven como medios en su progresión." (Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, edición citada, pág. 77. Cursivas y negri­tas nuestras).

g. M. Horkheimer, Historia, metafísica y escepticismo, traducción de María del Rosario Zurro, Alianza Editorial, Madrid, 1982, págs. 96/7. (*) Hegel, Enciclo­pedia de las Ciencias Filosófi­cas, traducción de Ovejero y Maury, Juan Pablo Editor, México, 1974, parágrafo 552, p.374, citado por el traductor. (**) Hegel, Lecciones sobre Filosofía de la historia Universal, traducción de José Gaos, Revista de Occidente, Buenos Aires, 1941, vol.I, p. 26, citado por el traductor (en la 4a. edición, pág. 48). Negritas nuestras.

h. "Justificación. (Del lat. iustifica­tio, -tionis) f. Conformidad con lo justo. // Probanza que se hace de la inocencia o bondad de una perso­na, un acto o una cosa. // Prueba convincente de una cosa. // Santifi­cación interior del hombre por la gracia, con la cual se hace justo."

"Justificar. (Del lat. iustificare.) tr. Hacer Dios justo a uno dándole la gracia. // Probar una cosa con razones, testigos y documentos que, por lo convincentes, disipen todo género de duda. // Rectificar o ha­cer justa una cosa.// Ajustar, arre­glar una cosa con exactitud. // Pro­bar la inocencia de uno en lo que se le imputa o presume de él". (Diccionario Enciclopédico Salvat, 11° edición, tomo siete, pág. 450).

i. Ha sido el «animismo» el que ha jugado un papel central en la selección de las ideas, operando al nivel del espíritu, en tanto ha permitido acrecentar el poder de invasión de las ideas; es decir, la capacidad de conferir a un grupo humano más cohesión, ambición, confianza en sí, dándole de hecho un aumento de poder de expansión que asegure la promoción de la misma idea. "Se ve clara­mente que las ideas dotadas del más alto poder de invasión son las que explican el hombre asignándole su lugar en un destino inmanen­te, en cuyo seno se disuelve su angustia". Los hombres no pudieron (durante centenares de miles de años) sobrevivir fuera del grupo y estos últimos no podían sobrevivir sino por su cohesión. De ahí, la inmensa importancia selectiva que asumieron las leyes que organizaban y garantizaban esta cohesión, "y durante tan largo período de tiempo, es difícil no pensar que ellas debieron in­fluenciar la evolución genética de las categorías innatas del cerebro humano. Esta evolución debía no sólo facilitar la acepta­ción de la ley tribal, sino crear la necesidad de la explicación mítica que la cimenta, confiriéndole la soberanía. Nosotros somos los descendientes de esos hombres. Es de ellos sin duda de quienes hemos heredado la exigencia de una explicación, la angustia que nos constriñe a buscar el sentido de la existencia. Angustia creadora de todos los mitos, de todas las religiones, de todas las filosofías y de la ciencia misma".

"Que esta imperiosa necesidad sea innata, inscrita de algún modo en el lenguaje del código genético, que se desarrolle espon­táneamente, no lo dudo por mi parte". [...] "La invención de los mitos y de las religiones, la construc­ción de vastos sistemas filosóficos, son el precio que el hombre debe pagar para sobrevi­vir como animal social sin caer en un puro automatismo. Pero la herencia puramente cultural no sería bastante segura, bastante poderosa por sí sola, para mantener las estructuras sociales. Faltaba a esta herencia un soporte genético que se convirtiera en el alimento exigido por el espíritu. Si ello no es así, ¿cómo explicar la universalidad, en nuestra especie, del fenómeno reli­gioso en la base de la estructura social?". (J. Monod, Op. cit., págs. 178/9, negritas nuestras).

j. La ciencia moderna se ha constituido desde sus comienzos me­diante una cuantificación de la naturaleza expresada en términos matemáticos, que ha desechado del campo científico las causas finales inherentes a la fysis. Como consecuencia de ello, lo verdadero se separó de lo bueno y la ciencia de la ética. De esta forma, se escinde también el sujeto: el agente de la ciencia se separa del agente de la política, de la ética o de la estética. "Fuera de esta racionalidad [de la ciencia], se vive en un mundo de valores y los valores separados de la realidad objetiva se hacen subjetivos". La ideas que han perdido su contenido objetivo, se convierten en «ideales». "Aún cuando sean reconocidas, respeta­das y santificadas, en su propio derecho, se resienten de no ser objetivas. Pero precisamente su falta de objetividad las convierte en factores de la cohesión social. Las ideas humanitarias, reli­giosas y morales sólo son «ideales»; no perturban indebidamente la forma de vida establecida y no son invalidadas por el hecho de que las contradiga la conducta dictada por las necesidades diarias de los negocios y la política."

"Si lo bueno y lo bello, la paz y la justicia no pueden deducirse de condiciones ontológicas o científico-racionales, no pueden pretender lógicamen­te validez y realización universales. En términos de la razón científica, permanecen como asuntos de prefe­rencia y ninguna resurrección de algún tipo de filosofía aristoté­lica o tomista puede salvar la situación, porque es refutada a priori por la razón científica. El carácter «acientífico» de estas ideas debilita fatalmente la oposición a la realidad establecida; las ideas se convierten en meros ideales y su contenido crítico y concreto se evapora en la atmósfera ética o metafísica." (Cfr. H. Marcuse, El hombre unidimensional, traducción de Antonio Elorza, Editorial Planeta-Agostini, Barcelona, 1985, págs. 173 y siguien­tes).

k. Cfr. J. Habermas Op. cit., p.33: "Se plantea la cuestión de si el principio de la subjetividad y la estructura de la autoconcien­cia que le subyace, bastan como fuente de orientaciones normati­vas, de si bastan no sólo a «fundar» la ciencia, la moral y el arte en general sino a estabilizar una formación histó­rica, que ha roto con todas las ligaduras tradicionales. La cuestión que ahora se plantea es si de la subjetividad y de la autoconciencia pueden obtenerse criterios que estén extraídos del mundo moderno y que simultáneamente valgan para orientarse en él, es decir, que simul­táneamente valgan para la crítica de una modernidad en discordia consigo misma. ¿Cómo puede construirse a partir del espíritu de la modernidad una forma ideal interna que no se limite a ser un simple remedo de las múltiples formas históricas de manifestación de la moder­nidad ni tampoco le sea impuesta a ésta desde fuera?"

"En cuanto esta cuestión se plantea, la subjetividad se revela como un principio unilateral. Éste posee, ciertamente, la sin par fuerza de generar la formación de la libertad subjetiva y de la reflexión y minar la religión, que hasta entonces se había presentado como el poder unificador por excelencia. Pero este mismo principio no es lo bastante poderoso como para regene­rar el poder religioso («animista») de la unificación en el medio de la ra­zón. La orgullosa cultura de la reflexión, que caracteriza a la Ilustración, «ha roto con la religión y ha colocado la religión al lado de ella o se ha colocado ella al lado de la religión» (*). El desprestigio de la religión conduce a una escisión entre fe y saber que la Ilustración no es capaz de superar con sus propias fuerzas".

[* El texto de Hegel corresponde a Suhrkamp-Werkausgabe, tomo 2, pág. 23, citado por Habermas. Las negritas son nuestras.]

l. Cfr. Habermas Op. cit., p.149: "Ese concepto [de Razón Instru­mental] tiene también la función de recordar que la «racionalidad con arreglo a fines» levantada a totalidad borra la distinción entre aquello que reclama validez y aquello que es útil para la autoconservación, echando abajo las barreras entre validez y poder, anulando aquella distinción categorial a la que la comprensión moderna del mundo creía deber una definitiva superación del mito. La razón, en tanto que instrumental, se ha asimilado al poder, renunciando con ello a su fuerza crítica -éste es el último desen­mascaramiento de una crítica ideológica aplicada ahora a sí mis­ma".

m. Es decir, que tanto Monod como Horkheimer, persiguen y defien­den una cierta autonomía de la verdad; pero mientras que el prime­ro denuncia toda dependencia que la verdad objetiva pudiese tener de las diversas concepciones animistas, el segundo denuncia las pretensiones de verdad objetiva de la ciencia moderna como depen­dientes de circunstancias histórico-sociales contingentes.

n. Habermas retrotrae esta posición hasta Nietzsche, quién (según él) "introni­za el gusto, «el sí y el no del paladar» (*), como único órgano de «conocimiento allende lo verdadero y lo falso, allende el bien y el mal. Eleva el juicio del crítico de arte a modelo del juicio de valor, de la «estimación valorativa». El legítimo sentido de la crítica es el de un juicio de valor que crea una jerarquía, que pondera las cosas, que mide las fuerzas. Y toda inter­pretación es valoración. El «sí» expresa alta estima, el «no» baja estima. Lo «alto» y lo «bajo» definen la dimensión de las tomas de postura de afirmación y negación en general."

"Importa percatarse de la consecuencia con que Nietzsche priva de su genuino sentido a las posturas de afirmación y negación con que hacemos frente a las pretensiones de validez susceptibles de crítica. Devalúa primero la verdad de los enunciados asertóricos y la rectitud de los enunciados normativos reduciendo la validez y no validez a juicios de valor positivos y negativos: reduce «p es verdadera» y «a es correcta», es decir, la oraciones enunciativas y oraciones de deber, a enunciados evaluativos simples con los que expresamos estimaciones valorativas, es decir, a estimaciones con que manifestamos prefe­rir lo verdadero a lo falso y lo bueno a lo malo. Nietzsche reinterpreta, pues, primero las pretensiones de valor como preferencias, y se plantea después la cuestión siguiente: ¿Dado caso que preferimos la verdad (y la justicia); por qué no preferir la no verdad (y la injusticia)? (**) Son juicios de gusto los que responden, pues, a la pregunta del «valor» de la verdad y de la justicia."

(J. Habermas, Op. cit., pág.154. (*) corresponde a F. Nietzsche, Sämtliche Werke, ed. por G. Colli y M. Montinari, Berlín, 1967, tomo 5, pág. 158); (**) tomo 5, pág. 15; citados por Habermas, a quien pertenecen las cursivas.

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